Viento a favor, pase lo que pase, ¡saldrás adelante!
Cuando decides acabar la relación más intensa y adulta que has tenido hasta ahora para irte a vivir a un barco, algunos piensan que estás dolida - por no decir “volada” - y que la brisa del mar solo puede ayudarte a recobrar el sentido.Pero cuando menos te los esperas, sopla el viento a favor.
Mi familia me decía ”Pero qué haces quedándote sola en la ciudad, puedes volver a casa cuando quieras” “Vente una temporada y luego ya decides que quieres hacer” - y así durante varias e intensas llamadas en las que yo quería fingir que la cobertura fallaba y colgar, pero al final, aunque no tenía ningunas ganas de hablar sobre el tema, escuchaba, asentía y les decía “Si, lo pensaré”
¿Sabéis lo que hice yo? Como es lógico, comencé por darle muchas vueltas al tema. Me había venido de Erasmus a la ciudad y aquí había conocido a un hombre que había conseguido que reorganizará mis prioridades. Después la cosa se fue al garete, simplemente se hundió… Y entonces yo me dudé a un barco. Justo en ese momento. Así tal cual.
No se si la idea vino sola o si de tantas llamadas preguntándome si estaba hundida después de acabar la relación, me pareció una gran idea eso de mudarse a un barco para demostrar que si la gente habla de hundirse, yo buscaba una casa nueva en la que mantenerme a flote.. Así sin quererlo y dándole un toque curioso, convertí una ruptura en una oportunidad.
Me costó encontrar el barco, no es tarea fácil. Como no tenía espacio tuve que regalar muebles - muchas amigas y amigos encantad@s y montones de palabras amables me acompañaron en esa época de punta punta de la ciudad. La gente es muy amable cuando puede recibir en su casa una fantástica lámpara DISA, así, sin comerlo ni beberlo. Caída desde el cielo hasta la puerta de su casa, porque que hacía yo con una lámpara de suspensión en un barco.
Mi amiga Lucía me pidió la cómoda Aura C1 de la marca Treku de la que es fan, casi tanto como lo es de Maddona o de su amado Bruce Springteen (no se que le pasa con él pero le obsesiona “The Boss”).
A mi familia les envié toda la ropa. Pobre familia, me llaman para ofrecerme cobijo y yo les contesto en forma de camión de transporte y cajas.
La cuestión es que cuando por fin me saqué de encima todas aquellas cosas, me mudé de casa y de barrio, me sentí un poco desnuda y a la vez liberada. Me pareció una buena oportunidad para conocer gente nueva, encontrar nuevo hobbys y poder aprender algo sobre mi misma.
Y un día, de repente y de manera improvisada - como pasan las cosas que verdaderamente merecen la pena - atracó Alan con su casa flotante. A eso se le llama “darle vidilla al día a día”.
Un vecino guapo e interesante en la cubierta de al lado para alegrar la aburridísima temporada de confinamiento. Parece que sopla viento a favor...
Alan es belga, tiene una acento súper encantador, una sonrisa más blanca que la nieve y unos ojos azules y grandes de esos que te calan de cubierta a cubierta cuando te da los buenos días. Desde que nos conocemos hemos tenido algún que otro enredo con el lenguaje porque su castellano no es está muy trabajado. Los aprendió hace años cuando venía a la casas de sus tíos en el norte de España para disfrutar del verano. Se instalaba en un pequeño pueblo de pocos habitantes, en los que el día a día era relajado y las tardes de sol infinitas.
Es arquitecto y trabaja por libre, en formato freelance, moviéndose a su antojo por el mundo y aceptando aquellos proyectos para los que verdaderamente se siente motivado. Me lo contó en una charla ocasional - de cubierta a cubierta- que tuvimos hace unos días.
Resulta que compartimos un pequeño y gratuito placer: ver atardecer en la cubierta de casa mientras en mar mece el barco. Me gusta ponerme música para aislar un poco el sonido del tráfico - aunque últimamente apenas escucho el ruido, supongo que es una de esas ventajas del confinamiento - y como no lo vi necesario, simplemente me senté en la popa para ver caer el sol.
Allí estaba yo de los más relajada cuando de repente el sonido del móvil me reclamó de nuevo aquí y no en ese “momento de relaxing cup” en el que yo estaba inmersa. Era Lucía con su estilo directo y divertido : “ Que sabemos del flamenco?" Me reí. Ya le había explicado varias veces que no sabía si Alan era o no flamenco pero a ella le hacía gracia llamarlo así y ya sospechaba que ese apodo se le iba a quedar fuera o no fuera. Miré de reojo pero no quise contestarle,todavía había sol y una suave brisa corría en el aire así que la amistad tendría que esperar un rato.
Cerré los ojos, me recosté en el cómodo puff de Fatboy que me había colocado estrategicamente y en ese momento escuché un ruido. Abrí un ojo, y allí estaba “el flamenco”. Tenía en la mano una copa de vino tinto y una silla de diseño - la silla Ara de Pedrali,para ser más exactos. Pensé “Oh dios me muero, es guapo y tiene buen gusto”.
Él puso una mueca con la cara y levantó su copa en señal de saludo. “Siento haberte molestado, no pensaba molestar” Yo le sonreí. Me hacía gracia como hablaba. “No hay problema. El teléfono no para de sonar así que los 10 minutos de relax hoy no van a ser posibles”.
“Si, esa extensión de nuestro cuerpo decide más que uno mismo”. Me salió un suspiro. Era verdad lo que decía. Hace unos años tener móvil era una cosa fascinante y elitista - aunque solo fuera para recibir mensajes y jugar al juego de la serpiente - pero poco a poco se hicieron más pequeños y más funcionales por lo que habíamos ido cambiando nuestro hábitos hasta hacernos cada vez dependientes de ese cacharro.
Le dije “Es inevitable. Ya sea por trabajo o por ocio, nuestro día a día está ligado más al móvil que a la familia”.
El me sonrió y... (espera, ¿me ha echado miradita o es cosa mía) colocó la silla que llevaba en la mano cerca de una pequeña mesa, posó su copa de vino y allí se quedó. Cerca pero lejos. Nos sentamos, cada uno en su cubierta, sin decir nada. Una miradita de reojo y vuelta a fijar mi atención en la puesta de sol. Silencio y calma. Silencio sí, pero no de esos incómodos, no que va. Silencio de esos relajados, de relax, de comodidad. Como cuando estás junto a alguien que conoces mucho y desde hace mucho. No dices nada, ni falta que hace. Simplemente estás disfrutando de ese instante.
Porque en contra de lo que muchos creen: La vida es todos los días. No hace falta estar pensando siempre en el futuro. Un buen desayuno hoy, puede ser enriquecedor y placentero. Pararte a disfrutar de las vistas, puede ser lo que más te guste de el viaje. Más incluso que llegar a donde sea que vayas para estar, ver o hacer lo que sea que te haya llevado hasta allí.
Fue genial sentir esa sensación cómoda. Era exactamente lo que había salido a buscar cuando me senté allí fuera pero reconozco que me sorprendió la compañía. Una compañía improvisada con la que había conectado. A veces pasa y cuando sucede es genial. Sientes ese feeling que nace de la naturalidad y chin! Conectas.
Así de a gusto estaba yo cuando de repente el móvil sonó. Era un whatsapp de Lucía : “En 15 minutos estoy en tu casa. Deja de hacer lo que estés haciendo y métete en la ducha si no quieres que empiece a comprar pizzas”.
El tema de las pizzas era una broma que venía de tiempo atrás. Cuando le estábamos organizando la despedida de soltera a una amiga que cometió el error de confesar que tenía miedo de los planes locos que se nos ocurrieran, así que para mantenerla en tensión Lucía le dijo que en el momento menos inesperado sonaría el timbre y seríamos nosotras.
La pobre recibió pizzas durante días (cosas a las que se dedica Lucía durante las horas de trabajo) y cada vez que sonaba el timbre la pobre daba un salto pensando que había llegado el momento de enfundarse en algún disfraz chorra y salir a darlo todo. Hasta el día de la boda, a altas horas cuando ya solo estábamos "el núcleo duro" un pobre pizzero fue convocado por la terrible Lucía para regocijo de todos los allí presentes.
Ese mensaje rompió la magia de ese cómodo momento con el “flamenco” y excusándome por haberle molestado - ahora era yo quien hacía ruido - en el momento menos adecuado le dije que tenía que obedecer a las órdenes que venían desde el infernal aparato móvil o una hidra de 7 cabezas haría su aparición en mi puerta en pocos minutos.
El se rió y me hizo un gesto de despedida levantando la copa hacia mí que me recordó a Leonardo Di Caprio en El lobo del Wall Street (ahora si que si, estaba segura de que había habido miradita). Si, si se esta levantando el viento... viento a favor.
Y justo en ese momento, me soltó: “¿Cenamos juntos?”
Voilà